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Diario YA


 

FILOSOFÍA A PARTIR DE UNA FAROLA

“Libertad u obediencia: repensar la democracia” con el patrocinio de Ada Colau y el gobierno de España

Manuel Parra Celaya.
    Se suele hacer propaganda con carteles suspendidos de las farolas municipales, tanto la de tipo institucional, pura y dura, como de actividades culturales subvencionadas desde los fondos públicos. Así, durante un plácido paseo dominical, me fijo en una pancarta anunciadora que lleva el sugestivo título para un curso de filosofía de “Libertad u obediencia: repensar la democracia”. Las entidades patrocinadoras o convocantes son, nada menos, el Ayuntamiento de Barcelona y el Gobierno de España, razón por la cual se me enfrían los ánimos y declino de antemano mi presunta asistencia.
    Me llama sobre todo la atención, he que decirlo, la segunda parte del mensaje (repensar la democracia), pues creo que es un problema que se plantearon otrora las mejores mentes pensantes y en el que están implicados actualmente millones de europeos. Con respecto a la primera parte del enunciado, mi deformación profesional de antiguo profesor de Lengua me invita a sustituir la conjunción disyuntiva por una copulativa, “y” en lugar de “o”; en la misma línea, preferiría reemplazar, en la actual coyuntura,  la palabra “obediencia” por un sinónimo que no sonara a sumisión o acatamiento sin más: ¿podría ser respeto a la Norma? Matices, se dirá, sin importancia; intentaré explicarme con más claridad, empezando por este punto.
    Creo sin el menor asomo de duda en la libertad del ser humano, la afirmo y la sostengo; para los que somos creyentes, es uno de esos valores eternos e intangibles concedidos por Dios a su criatura, junto al sello de la dignidad (irremplazable por el de la utilidad, que se asigna a las cosas y, por mor de las legislaciones actuales, a los seres humanos descartables o incómodos) y a esa condición de que somos seres que integramos en nosotros un cuerpo y un alma, con destinos inmanentes y trascendentes.
    Pero la libertad -y sus derivados, las libertades concretas que otorgan las Declaraciones de Derechos y las Constituciones occidentales- debe partir de unas sencillas adjetivaciones: libertad profunda y libertad verdadera, para no entrar en confusión con la espontaneidad de los instintos desbocados. Y ahí es donde nos encontramos con la necesidad de un orden que conjuguen las libertades en un marco de convivencia; para el hombre que vive en sociedad, no existe una libertad incondicionada, ni para los individuos (anarquismo) ni para los pueblos (nacionalismo).
    También la palabra orden necesita de precisiones gramaticales y políticas; hay quienes la resumen al orden público, y estos suelen ser los que se autocalifican como gentes de orden, definición que siempre me ha molestado en grado sumo. Precisaré, de este modo, en primer lugar, un orden natural, que debe tender al bien y a la verdad, no al error, por mucho que se empeñen las antropologías de laboratorio ideológico. A renglón seguido, matizaría también la necesidad de un orden justo, pues generalmente es la injusticia la causa de los desórdenes que tanto asustan; y, siguiendo una línea ascendente, no dejaría de realzar la idea de un orden moral, que no tiene nada que ver con el puritanismo progre en que estamos inmersos.
    Por otra parte, esa obediencia, que los autores del mensaje publicitario oponen a la libertad, implica la necesidad de otro concepto muy mal visto en nuestros días: la autoridad, que yo prefiero mencionar siempre en su original etimológico latino: auctoritas, que incluye los significados de garantía, prestigio, modelo y ejemplo. Tienen, así, auctoritas, no solo los jueces o algunos mandatarios, sino los expertos, los pensadores, los investigadores, los que han profundizado en alguna ciencia o arte (incluida la Política, pero con mayúscula). Recordemos también, de acuerdo con esta última aplicación,  que la autoridad es la justificación del poder, y nunca al revés: hay poderes que, por mucho que se empeñen, nunca van a estar respaldados por una auctoritas y sí, por el contrario, se distinguen por la más completa arbitrariedad y/o ignorancia.
    Con estas precisiones a vuelapluma (y otras muchas que no caben en el espacio que me concedo para estas líneas), sí podemos afirmar que libertad y obediencia (a un orden natural, justo y moral) deben ser los fundamentos de una verdadera democracia, que, efectivamente,  hay que repensar en profundidad, para evitar que se convierta en un sucedáneo, en algo falso y equívoco, en una apariencia por su formalismo, sin tener en su seno ningún valor de contenido y de realidad. O que degenere en demagogia, en demolatría o en un totalitarismo democrático, como el que estamos soportando en España.
    Decididamente, no participaré en ese curso de filosofía que me anuncian desde las farolas municipales de mi ciudad; mucho me temo que allí no tendría la oportunidad de exponer todas estas ideas que he intentado resumir para los lectores.
 

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