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Diario YA


 

NEGACIONISMO DE LO ESPAÑOL

Manuel Parra Celaya.
    He leído en la prensa diaria que la Armada Española va a suprimir este adjetivo y dejar simplemente su imagen corporativa en el sustantivo Armada, al modo como son designados el Ejército de Tierra o el Ejército del Aire, que no necesitan de esa precisión. No ha dejado de haber quiénes se han alarmado, interpretando la instrucción como una nueva concesión a la “corrección política” del momento; claro que los hay susceptibles, en parte con razón, dado lo que está cayendo…
    Por mi parte -y espero no equivocarme- no pienso que haya que buscarle tres pies al gato en cuanto a esa modificación, ya que a buen seguro chocarían frontalmente con la dignidad de nuestros marinos. También he de decir que siempre he preferido para mi coleto la expresión genérica de Ejército Español -aplicable a Tierra, Mar y Aire- que la anodina Fuerzas Armadas, pero esto es un capricho personal y ya saben que, para gustos, colores.
    Algunas veces he escrito sobre la fuerza de las palabras, sobre todo en relación a que estas nos llevan inmediatamente al concepto; la estabilidad de un signo lingüístico es lo que asegura la comprensión. De este modo, el horroroso lenguaje políticamente correcto, además de ofrecernos aberraciones gramaticales, que siempre combatí en las aulas, pretende, en su fondo, subvertir o deconstruir el pensamiento, es decir, las ideas que tenemos sobre las cosas; con fidelidad a la estrategia gramsciana, este es el objetivo de estas formas de expresión que nos quieren imponer, porque -como he dicho muchas veces- las palabras crean el pensamiento y no al revés.
    Con respecto a los apellidos, hemos tenido y tenemos abundantes muestras de que, cuando se refieren a nuestra colectividad histórica concreta, estos eran eliminados de un plumazo para no ofender susceptibilidades; y pongo solo dos ejemplos: los Paradores Nacionales eliminaron la segunda parte de su enunciado, y quedaron solo como paradores, con lo que, siguiendo a don Camilo José Cela, igual podrían denominarse posadas, hoteles, mesones u hostales (eso sí, de lujo). Sospecho que se trató de una concesión a las Autonomías más propensas a ser díscolas, esas que se autotitulan nacionalidades o, sin rebozo, naciones.
    Otro ejemplo fue la eliminación de la segunda parte del título de un gran periódico, que dejó de ser La Vanguardia Española hace años para ser simplemente La Vanguardia a secas; dijeron que el apellido fue una imposición del Régimen anterior para lavar el frenesí frentepopulista del rotativo en la guerra civil, pero no me negarán que no quedaba nada mal dar a entender que Barcelona estaba a la vanguardia de España; en fin, cosas del Grupo Godó, receptor de generosas subvenciones de la Generalidad de Cataluña…
    Si pasamos de los apellidos al sustantivo, y usamos de aquella “intelijencia” a la que Juan Ramón Jiménez pedía que le diera “el nombre exacto de las cosas”, observaremos que la propia palabra España, que, según José Antonio Primo de Rivera, “es por sí misma enunciado de una empresa”, fue casi borrada del politiqués desde la Transición, sustituida por el trivial “país”, que igual servía pata un roto que para un descosido, con lo cual mis posibles compatriotas (que viene de patria, es decir, empresa común) quedaban reducidos a la condición de paisanos. En las iglesias, las homilías y Plegarias de los Fieles se acogieron y acogen al invento (“oremos por nuestro país”), con lo cual los fieles quedan todos contentos, entendiendo que se refiere al Bierzo, a Euskadi, a l´Empordà, a Cataluña, a Andalucía o al conjunto de todos.
    En realidad, no se trataba de otra cosa que de mantener y suscitar la duda de la propia existencia de España como tal. En relación a esto, les recomiendo de todo corazón la lectura del interesante y divertidísimo libro “Fake news del Imperio español”, de Javier Santamarta del Pozo, en especial en su capítulo titulado “Fake news prima. Breaking: España no existe”, donde se pasa revista a un sinfín de eruditas afirmaciones (mejor dicho, negaciones) sobre la existencia de nuestra patria. Lo más grave es que la sarta de negacionismos de España ha sido impulsada desde los mismos poderes ejecutivos de diversas orientaciones, unas por sectarismo ideológico, otras por vergonzantes apocamientos, provenientes de no sé qué complejos.
    La palabra España ha llegado a ser un término tabú, al modo de los niños que no osan pronunciar los nombres de los monstruos que perturban sus sueños; así, con el silencio o el eufemismo, se puede realzar hasta el infinito a cualquiera de sus partes constituyentes históricamente, que se alzan con el santo y la limosna para proclamarse como naciones sojuzgadas. No hace falta mencionar la estúpida forma de compromiso que supone el espurio invento de la “nación de naciones”; y es que los hay que utilizan papel de fumar y guantes de boxeo para sus necesidades fisiológicas más elementales…
    Tengo para mí, pese a todo, que España es mucho más que un simple vocablo, sea este usado, silenciado o pervertido por los políticos: España es un concepto y una idea; y que, para ser cabalmente español, no basta con poseer un DNI que lo afirme, sino que es necesario entender y sentir (es decir, aplicar la intelijencia juanramoniana, unida a la sensibilidad y a la afección por la patria común. Pensemos que los negacionistas de España disponen de ese DNI…
    Otra cosa es que sea legítimo opinar sobre los futuribles de España, estén estos escorados a babor o a estribor; uno piensa que debe ser la proa la que marque la dirección, y que la orientación viene dada por unas estrellas que se llaman herencia histórica, justicia para todos y libertad profunda.
                                                     
 

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